jueves, 5 de agosto de 2010

Tarde

Me disolvía yo en una silla metálica superpuesta en un suelo llano, a media luz, una luz lechosa que supuraba las cosas. El aire corría y movía el campanario, un juego sonoro que resaltaba el silencio. Porque las notas tocaban al azar, a veces perdiendo el ritmo, a veces lastimando la melodía, mis únicas amenizadoras, a veces lastimando mi alma. La veía doradas, pasar su reflejo en el vidrio de las ventanas y revolotear en la habitación, como mariposas imperiales del jardín en primavera. Y quería robarlas y tomarlas con mis manos para quedarme con ellas, vestirme de colores, con túnicas de algodón.

En un aleteo furtivo de escape, la tomé. Y apretaba la visión; su cuerpo se llenaba de sulfuro. Se dieron contracciones del espacio a mi alrededor: mi cabeza bullía y recordaba momentos felices; sentía la melancolía y su apariencia plasmada de inocencia y diafanidad. Estaba sólo en un cuarto en donde podía oírla y saber que había llegado.

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